Una ruta para acceder a la Licencia Social

24 julio, 2017
Opinión - María Eliana Arntz_foto

“Es legítima la preocupación de las empresas por obtener certeza jurídica, pero también se debiera entender que el rayado de la cancha se ha quedado corto en el propósito de reducir las cargas de los territorios frente a los proyectos de inversión”.

Por María Eliana Arntz,
Directora Ejecutiva Fundación Casa de la Paz
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La Licencia Social no es un documento formal, ni representa un protocolo que se pueda seguir al pie de la letra. Es un intangible subjetivo, que alude a la credibilidad y la confianza que debe ser ganada por la empresa. En nuestro recorrido como Fundación, hemos aprendido que existen ciertas “maneras de hacer las cosas” que funcionan: en primer lugar, una gestión amplia de las potenciales afectaciones de la actividad productiva; en segundo lugar, realizar un esfuerzo real por focalizar territorialmente los beneficios que la empresa genera y, finalmente, una inversión socialmente estratégica.

Estos tres componentes deben aplicarse con un apego estricto a su orden jerárquico. En este caso el orden de los factores sí altera el producto. De nada sirve generar beneficios sociales sin haber hecho antes el mayor esfuerzo por prevenir o minimizar impactos. Ésta última siempre será la principal responsabilidad de la empresa.

Sin embargo, hay que admitir que no es simple asumir los impactos socio ambientales. Aún nos quedan desafíos de investigación e innovación para reducir el impacto a nuestros ecosistemas y la situación es igualmente preocupante cuando miramos la manera en que abordamos las alteraciones a los asentamientos humanos, donde la brecha conceptual y metodológica es aún mayor.

De cara a la maximización de beneficios, pese a que las empresas aportan generando empleo e incorporando proveedores locales, los rezagos de los territorios –especialmente referidos al capital humano- hacen que esas oportunidades no sean reales para las comunidades. Por lo mismo las empresas deben pensar en inversiones para reducir esas brechas y constituirse en una oportunidad de progreso a nivel local.

A continuación no se puede olvidar que si se va a invertir socialmente, se debe apuntar a la producción de bienes públicos con una mirada de largo plazo que aporte a un desarrollo sostenible. Hay que ir más allá de la filantropía, del “yo le doy a quien quiero”, para insertarse en la vocación del territorio.

Hay empresas que han pagado un costo alto por conflictos ambientales y han logrado aprender, pero aún persiste la tendencia a pensar que basta con cumplir con el marco normativo mínimo, aunque en algunos ámbitos, en particular en el tema indígena, las normas internas están lejos de los estándares internacionales.

Es legítima la preocupación de las empresas por obtener certeza jurídica, pero también se debiera entender que el rayado de la cancha se ha quedado corto en el propósito de reducir las cargas de los territorios frente a los proyectos de inversión. Para éste y otros desafíos que el país enfrenta la receta es una sola: más diálogo. Como decían los antiguos, “conversando se arreglan las cosas”. Así lo han demostrado varios buenos ejemplos en nuestro país y esperamos que en el corto plazo la mayoría de las inversiones se alineen con este esfuerzo.

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